Bar Restaurante La Espiga

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Institución donostiarra.

La Espiga es una sucursal del espíritu zampón de los donostiarras.

Si este perro mundo en el que vivimos no fuese como es, además del dichoso I+D+i se valorarían otras iniciales tan importantes como el T+D+a: tradición, conservación y apreciación. Quizás entonces se hablaría menos de rizar el rizo culinario o de la enésima vuelta de tuerca deconstruida y más de las personas que preservan nuestro patrimonio gastronómico, antes de que tengan que echar el cierre o les atropelle un trolebús. Porque entonces, ay, todo es rasgarse las vestiduras y mesarse los cabellos cual plañideras profesionales para escribir elegías a mesones que no se han pisado en siglos, ¡así somos!

Mientras hordas de bárbaros hacen cola para entrar en cualquier restaurante de moda, yo aprovecho el tiempo para acodarme en barras atemporales. Entre la lista de tascas que hay que visitar antes de estirar la pata y mientras la salud y el bolsillo nos den tregua está La Espiga, que por cierto lo peta desde siempre y es institución en la ciudad. La Espiga  o ‘Gran Bar La Espiga’, como reza el cartel sobre su puerta en la donostiarra calle San Marcial. Un neón gigante no le haría más justicia, puesto que el ambicioso letrero es el original que plantaron los dueños allá por 1928 cuando abrieron el local, ya con ansias de grandeza y permanencia. Jesús Castro y señora fueron los valientes que montaron un bar en un antiguo almacén de grano -de ahí el nombre-, poniendo de moda entre veraneantes y locales la costumbre de calzarse una banderilla entre vino y vino. Las banderillas devinieron en pintxos, las raciones en comidas a la carta y el negocio pasó de padre a hijo. La casta hostelera es el gen dominante en la sangre de los Castro y actualmente al frente de La Espiga está la tercera generación al completo: Jesús, Luma, Koro, Kike y Txema.

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Ellos son los que manejan el cotarro bajo la supervisión de la amatxo Garbiñe, antigua ama y señora del negocio familiar. En vez de vivir de las rentas de ser uno de los bares de pintxos más clásicos del centro, en 2009 decidieron dejar su impronta en la historia del local y lo reformaron íntegramente. Nada de modernidad horror vacui ni de pizarras con mensajes de autoayuda, como se estila ahora en esas reformas de tres al cuarto que han convertido los bares históricos en un ejército de clones. La rehabilitación de La Espiga se hizo con cabeza y corazón, dando sentido a cada uno de los elementos de una decoración que rebosa significado y pertenencia.

La barra de hierro oxidado y los listones de madera del techo entroncan con el racionalismo vasco y la obra de Oteiza o Chillida, mientras que el diseño de las mesas reproduce las proporciones del ensanche de San Sebastián y el suelo usa los mismos baldosines hexagonales de la calle, alargando el txikiteo de acera hasta el interior. La Espiga en sí misma es una prolongación del espíritu de la ciudad, culminada por las reproducciones de los lienzos de Sert en la planta baja. Semejante despliegue pictórico necesitaba rodearse de comilones y hedonistas para compensar por fin el despiste del pintor, que olvidó meter en sus estampas del carácter guipuzcoano algún glotón entre tanto pescador.

A pesar de este lavado de cara La Espiga siga manteniendo la esencia que atraía a los parroquianos de toda la vida, pintxos sencillos de cuando aún no se llevaba el minimalismo ni la tontería. En su barra siguen deslumbrando las chorreras de huevo y jamón york con gabardina, los jaliscos, a modo de sombrero mejicano con jamón y champiñón o las milanesas, obra cumbre de la humanidad que debemos probar para después abominar de los sanjacobos congelados. En ningún otro sitio podrán ustedes encontrar tamaña excelencia a la hora de ensamblar gambas, mayonesa y huevo duro con un palillo. Su ensaladilla rusa es también de nivel estratosférico, igual que las anchoas de Getaria con refrito de ajo y guindilla o las raciones de pimientos rellenos, croquetas, morros en salsa o albóndigas como recién salidas de la cocina de la abuela.

Si nos quedamos con ganas de más podemos comer a la carta en el comedor de abajo, pensado para menús generosos y largas sobremesas. Entre las ofertas de la carta brillan las recetas tradicionales, ejecutadas con una maestría que quita el hipo y la soberbia. Las cazuelas desfilan por la sala llenando el aire de olor a guisos hechos con cariño y perfeccionados hasta la extenuación. Muy recomendables son los chipirones en su tinta, el arroz con almejas, el bacalao ajoarriero y los clásicos fritos, que deberían servir de modelo a cualquiera que se atreva a rebozar. Los pescados a la plancha no se quedan atrás, en especial el cogote de merluza, igual que las opciones para carnívoros exigentes como el carpaccio de solomillo o el entrecot gallego con patatas. Dependiendo de la temporada nos cantarán alguna maravilla estacional, ya sean alcachofas fritas, revueltos de setas, saleroso o atún a la plancha. Para acabar rendidos a los pies de La Espiga es indispensable terminar el festín con una apoteósica tarta de queso y unos canutillos rellenos de crema, elaborados con la pericia que sólo dan ochenta años de oficio.

Casi con seguridad La Espiga seguirá abierta ochenta años más y no habrá necesidad de lamentarse por su pérdida, pero por si acaso, mejor ser fiel asistente y devoto de sus virtudes que confiar esa labor a los demás.

Bar Restaurante La Espiga
C/ San Marcial, 48
20.006 San Sebastián
Teléfono: 943 42 14 23
Días de cierre No cierra (solo Navidad y Año Nuevo)
Web: www.facebook.com/LaEspigaBar
Email: laespigadonostiarra@gmail.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO Entre 25 y 40 €

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