Jaizkibel

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Bodas y banquetes de relumbrón.

Un hotel poco pretencioso y con una excelente relación calidad-precio.

Ayer viernes salí de casa de mi madre bien temprano, con una medio bruma del carajo y montado en mi cochazo Mini verde inglés, hecho un pincel. Y les cuento que sintonizaba radio Euskadi allá en la curva que sube a la copa hondarribitarra, que es el camino a la ermita de Guadalupe, y me lo volví a encontrar. Se llama Igor Fernández, es el jefe de cocina del hotel Jaizkibel y un fenómeno de la naturaleza, pues lee y camina a la vez, mientras hace la ruta hacia el currelo, ¡jodó que envidia, si uno pudiera! Es la cuarta vez que lo pillo de tal guisa, hipnotizado y buceando en su libro, sin mirar a los coches que le rozan la chamarra, jugándose el pellejo en ese arcén cochambroso sin prestar atención por dónde coloca sus pies. Casi freno y le pregunto qué leía con tanto apetito, pero las prisas por llegar al curro ganaron el pulso a la curiosidad. Encima, además de leer y caminar como “pinito del Oro”, también come, pues desliza la mano en sus bolsillos y mastica golosinas que imagino con forma de maíces, dátiles o pasas sultanas, ¡qué cosas!

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El chaval es un portento y pilota el fogón del hotel más precioso de Gipuzkoa, frente a villa Kurlinka, que es la casa en la que nací y pegué mis primeros tiros con escopeta de balines, en el mismo cogollito del mapamundi de mi adolescencia. A escasos metros del viejo caserío de los Aramburu, frente a un descampado en el que levantábamos maltrechas cabañas y pegábamos fuego a todo lo que se movía, desde un tablón hasta un aerosol, un bidón sacado de la basura o los neumáticos de algún Seat 131 Supermirafiori. Uno siempre idealiza las cosas de su niñez, de tal forma que si vuelve a probar aquella tortilla de arroz que le hacían en casa y la encuentra incomestible, un mecanismo imposible de descifrar que se aloja en algún lugar del coco envía estímulos a toda pastilla que alumbran una sonrisa, a pesar de que la tortilla sea un horror. Aunque en muchas ocasiones esas leyes no se cumplen, pues si suben al solárium del mencionado hotel y contemplan ese paisaje por mi idealizado, verán que sigue siendo una maravilla. ¡Sí!, el cemento y los tejados pintan de gris lo que antes fue pradera, pero todo aquello se difumina por el salitre del Cantábrico que tiñe el aire de verde. ¡Pellízquense, pues!, están en uno de los mejores parajes del mundo y en casa de Diego Rodríguez y Marga Gaztañaga, los patrones de Igor, el que lee y come a la vez que camina, compañero de Soledad Pablos, responsable de bodas del establecimiento y de Arantxa García, que dirige el restorán junto a un gran equipo de profesionales en la recepción y los jardines.

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El hotelazo ocupa la finca de la derruida Villa Mendi-Alde o “casa del alemán”, que es como la conocimos siempre en el barrio, rodeada de castaños, cerezos, hortensias y un cedro fabuloso que es vigía silencioso. Construido en 2001, se ubica en una atalaya que ofrece campo y naturaleza caprichosa, mar, descanso, gastronomía, marcha jotera o lo que uno desee en muy pocos kilómetros a la redonda. Proyectado por el arquitecto Ángel de La Hoz, mantiene su sabor contemporáneo gracias a las piezas de mobiliario bien escogidas y una iluminación espectacular que destaca obras de Andrés Nagel, Manolo Valdés, Carlos Orlando “el Giacometti vasco”, José Salís o el fabuloso dibujo de Joaquín Sorolla que viste la entrada y enmudece al visitante. Disfruten por tanto de la vida y de tanta hermosura y vuelen hasta allá para gozar de su restorán y cualquiera de sus veinticuatro habitaciones, que por algo la guía del viajero “Tripadvisor” las considera las mejores de la localidad bidasotarra.

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Proponen una carta sin pretensiones a precio de ganga, comerán fabulosamente componiendo un menú con platos la mar de sugerentes. Fresca y deliciosa ensalada de cigalas, tomate, vainas y cebolleta con vinagreta de mostaza, txangurro al horno con ese contrapunto rumboso de una crema de coliflor y manzana, arroz negro con chipirones, ravioli de hongos y foie gras, huevo con sopas de ajo y crema de patatas, brochetas de rape y langostinos o un cordero lechal -en temporada y los fines de semana- que traen desde el oiartzuarra caserío Galtzata, que acompañan de ensalada de lechuga, cebolleta y abundantes patatas fritas. Los soufflés de postre son una perdición, tanto el cremoso de chocolate negro a media cocción como el de avellanas, tanto monta. La tarta de manzana templada o la de queso con su helado, son tan paposas o más que la torrija borracha de leche, tan moñoña ella vestida con su helado de yogur, su canelita y su canesú.

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El punto fuerte del Jaizkibel es la celebración de bodas, pues coordinan semejante tinglado en continuo contacto con las parejas, buscando el encaje perfecto y el toque personal, organizando ceremonias y sirviendo unas jamadas de órdago. Su propuesta no se limita única y exclusivamente al banquete, sino que contempla el alojamiento de familiares y amigos así como de los propios novios, convirtiendo el evento en una fiesta durante todo el fin de semana. La terraza exterior recién inaugurada es remate perfecto, cubata en ristre, para gozar como Al Pacino en la boda de su hija.

Jaizkibel
Baserritar Etorbidea 1, Hondarribia
Tel.: 943 64 60 40
info@hoteljaizkibel.com
www.hoteljaizkibel.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Campestre
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO  40 €

1 comentario en “Jaizkibel

  1. Antonia Hinojosa Abad.

    Bueno, después de esto, la gloria, que bien lo describe y que ameno, lo único malo es la distancia que tengo para llegar hasta ustedes, les deseo lo mejor, Antoñita.

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