Comida para ser felices

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O de un texto de una escritora norteamericana, que es purita mermelada de naranjas.

«En general, pienso, los seres humanos son más felices en la mesa cuando son jóvenes, cuando están enamorados o cuando están muy solos. Ser feliz en grupo es raro: se puede estar contento, alegre, excitado, pero no ser feliz en el sentido de libre, libre de los zarpazos y los apretones de la vida. Cuando yo era chica mi tía Gwen (que no era una tía sino una mujer de huesos grandes y corazón enorme que vivía en la casa de al lado), nos llevaba a mi hermana Ann y a mí a pasear por las colinas al atardecer. Insistía mucho en los bolsillos. Debíamos tener al menos dos cada una. En uno había unas cuantas galletas. En el otro, ¡oh delicia sensual!, un sandwich de huevo frito. Nadie más que tía Gwen nos hacía sandwiches de huevo frito. A la abuela se la mantenía abrigadamente ignorante de que los conocíamos, y en cuanto a mamá, ocupada con una segunda serie de hijos, la mera idea de tan grasosas proteínas la estremecía de un modo que habría debido apiadarnos pero sólo lograba satisfacer nuestra humana necesidad de secretos. Cada vez que podíamos, nos escabullíamos las tres -tía Gwen el doble de pesada que Ann y yo juntas- de la madriguera familiar al aire azulino, con los bolsillos abultados y el ánimo arremolinado en una especie de intoxicación de libertad, jadeo, fatiga y deliciosa expectativa. Subíamos muy por encima de los otros mortales, hasta una roca lejana o un ecualiptus caído, y allí nos sentábamos, unas veces juntas como zarzas y otras separadas, a cantar todo el libro de himnos episcopalianos y a mordisquear voluptuosamente esas meriendas rústicas, jugosas, indigestas y lascivas. Tanto nuestros cuerpos como nuestros tenaces espíritus, se regodeaban con ellas. Las comidas solitarias, que también pueden ser felices, son acaso las más difíciles de poner sobre papel. Son las mariposas gastronómicas más huidizas. Yo he conocido algunas. Todos las hemos conocido. Se componen parejamente de paz, nostalgia y buena digestión, a veces con un ameno toque de alcohol. En cuanto a la comida de amor, pienso en un almuerzo en el Lafayette de Nueva York, en el café delantero con la cristalera abierta, con el aire de mayo rozando casi visible las mesas de mármol, un camarero llamado Pons, una botella de Folle Blanche de Louis Martini y unos mejillones no muy a la marinera pero deliciosos. Y luego un paseo en flamantes zapatos de tacón negro con costuras blancas del brazo de un hombre que acababa de conocer y con quien una semana después iba a casarme, pese a la pertinaz decisión de no casarme nunca más y el cínico reconocimiento de que era un vendedor consumado. No puede imaginarse mayor bendición. Y otra cosa es la felicidad en grupo. Pocos podemos recordar sinceramente una vez en el que hayamos sido realmente felices en una mesa con alguien más que nosotros mismos y otra persona. Y si lo conseguimos, lo que dicta el recuerdo es el viento, el vino y el deseo de volver al pasado.»

Escrito por M.F.K. Fisher. 

Crédito fotográfico by Sara Santos